En tres tiempos se divide la vida: En presente, pasado y futuro; de éstos el presente es brevísimo, el futuro dudoso y el pasado cierto... (Lucio Anneo Séneca)

jueves, 2 de diciembre de 2010

La leyenda de la posada del Potro





Según cuenta Ramirez de Arellano, el dueño de la Posada era un hombre jorobado y de traidora mirada, el cuál había llegado a adquirir entre sus convecinos gran fama de usurero y mal intencionado.
Una noche, llegó a la puerta de la posada del Potro, un valeroso joven que por su traje dio a conocer ser Capitán de las tropas del rey don Pedro apodado "El Cruel", pidiendo alojamiento para pasar la noche.
Entregó su caballo para llevarlo a la cuadra y mientras le preparaban hospedaje, se dirigió a la lumbre rodeada de otros viajeros que al verlo se apartaron y descubrieron sus sombreros, demostrando el respeto que les infundía el traje del recién llegado.

En una puerta cercana y atraída por la curiosidad se asomó una joven, cuya presencia y modales desmentían ser hija del mesonero, como todos aseguraban.
El mesonero llegó enseguida y con ademán grosero la intimó a retirarse, pero no lo suficientemente pronto  para que el joven no se hubiese fijado en ella con extraña curiosidad.
Fotografía antigua de la Posada

El Capitán sentándose en una de las mesas, puso junto a él una pequeña alforja que cuidadosamente guardaba cuando se le acercó el mesonero preguntándole con la amabilidad posible en aquel rostro y voz de hiena:
-Supongo que desearéis cenar, caballero.
-Cansado me encuentro - dijo el Capitán - pero no me vendría mal alguna magra y un trago de vino.
-En este mesón- dijo el posadero- se distingue a las personas según su clase, y así se les trata, Capitán…
-¿Vais a Sevilla? ¿Tal vez allí os espera el Rey?
-Allá voy, contestó el Capitán. Pero eres demasiado curioso, así que dile a esa moza que me sirva la cena y basta de averiguar lo que no te importa.
-Yo mismo os serviré, porque os quiero distinguir entre todos los hospedados en mi mesón... Mi hija es tan corta de genio que no acertaría a serviros como merecéis.
-¿Y por qué tienes así encerrada a una mujer tan hermosa y la tratas con tal despego?
- Señor, cada cual se entiende en su casa. Además, me habéis prohibido haceros preguntas y no dudo me concederéis igual derecho a no contestar las vuestras...
-Tienes razón- Dijo el soldado- Despacha pronto.

Comió unos cuantos trozos de carne y tras un trago de vino del país, que aún se elaboraba mucho en Córdoba, se puso en pie, preguntando cuál era su cuarto, sin soltar un momento la alforja, que ya iba excitando la codicia del mesonero.
-Os tengo al corriente el mejor aposento del mesón, al extremo del pasillo alto, donde no seáis molestado por los demás viajeros ni por el ruido de las caballerías. Yo os guiaré...

El mesonero echó a andar y el Capitán lo seguía a corta distancia; pero al pasar por delante de una de las habitaciones se entreabrió la puerta y vio el rostro de la encantadora joven, que le dijo:
-"Caballero, no durmáis"- cerrando a seguida para que el posadero no se diera cuenta de su advertencia.
La estancia preparada al capitán era por su aspecto, tal vez, la mejor de toda la posada, el posadero colocó la lamparilla, diciendo:
-"Si vais a continuar mañana vuestro viaje os llamaré en cuanto amanezca".
Un signo de aprobación fue la respuesta, y todo quedó en silencio.

A pesar del valor tantas veces demostrado en los mayores peligros al lado del Rey don Pedro, el Capitán permaneció despierto meditando acerca del aviso de la joven, cuando era la hija del mesonero, si bien su rostro encantador y sus finos modales parecían desmentirlo.

La noche se prestaba también a desterrar el sueño. El viento y el agua azotaban los postigos de la ventana y la luz de los relámpagos permitía ver las rejas, convirtiéndolas en extrañas celosías que daban a la imaginación.

Pasado un rato prudente, el Capitán apagó la luz de la lamparilla, cuando sintió un ruido de abrirse unas puertecillas lo que le indujo retirarse a un rincón de la habitación, esgrimiendo la espada...


Fotografía de la Posada antigua
Nada se oía; pero no dudaba del ruido, y sus ojos se dirigían con avidez a todos los rincones, por si a la luz de los relámpagos lograba divisar algún objeto.
Bajo la cama vio, al fin, la siniestra figura del mesonero, con la cabeza asomada por una trampa que había en el suelo, observando sus movimientos y sin duda, esperando a que el sueño hubiera rendido al cansado huésped.
Furioso de ira y coraje, el Capitán, se tiró hacia aquel lugar y en seguida se arrojó por la trampilla que justamente daba a un corral, donde se preparó para encontrar al posadero y hacerle pagar bien cara su osadía.
Aunque a quien solo vio fue a la hija del posadero envuelta en un manto y, agarrándolo de una mano, le dijo:

-"Por aquí caballero, por aquí; iros y contad al Rey lo que pasa en la posada del Potro".

El Capitán atravesó una pequeña caballeriza, y en seguida se encontró en el patio principal de la posada, donde ya algunos arrieros estaban arreglando sus cabalgaduras para partir y otros se preparaban a sacar sus mercancías al mercado.

-"¡Eh, mesonero!" exclamó fuera de sí.

Aunque  reflexionó que debía obrar con la mayor cautela. No tardó aquel extraño hombre en presentarse.
-Dame la cuenta y tráeme la alforja que he dejado en su aposento, en tanto que yo preparo mi alazán.
-¿Por qué habéis dormido tan poco? –Preguntó el mesonero, volviendo y entregando las alforjas
-No lo sé -contestó el Capitán- preocupado, sin duda, con la urgencia de partir e indispuesto con la pesada cena que me disteis, he pasado la noche soñando, y al fin resolví dejar el lecho donde tan incómodo me encontraba... Tomad vuestro dinero y Dios os dé buena suerte.


Las pesadas puertas del mesón del Potro giraron sobre sus pernos, y el capitán salió en dirección a la puerta de Sevilla, por donde emprendió su viaje para aquella entonces corte del Rey.
Cuando llegó a Sevilla y fue recibido el Capitán por Su Alteza, que más como súbdito lo miraba como a hermano. 
Le dio cuenta del desempeño de su cometido. Mereció ser aprobado y después contó cuanto le había ocurrido en Córdoba, siendo oído con marcadas muestras de aprecio y curiosidad.
Al cabo, le dijo Don Pedro:

-Me parece, Capitán que la hermosa mesonera os hizo perder el seso y que ésa es la causa principal de tan extraña aventura...
Sin embargo, iremos a Córdoba y yo os prometo averiguar la verdad de todo y os juro que si allí se encierran esos crímenes que sospecháis, el mesonero del Potro ha de ser el escarmiento de todos los de su clase.

Un mes habría pasado de aquella extraña escena cuando Córdoba supo con asombro que el Rey Don Pedro se encontraba en el Alcázar, sin previo aviso al corregidor.

Éste, con sus caballeros se le presentó a la mañana siguiente siendo sorprendidos por la orden del monarca de que no se separarse de su persona hasta llevar a cabo una diligencia que por sí mismo había de solucionar, acompañado de todos.

A poco salieron del Alcázar y dirigiéndose hacia el Potro penetraron en el mesón, cuyo dueño se presentó al parecer tranquilo, hasta que vio al Capitán... Fue entonces cuando quedó convulso y aterrado.

Recorrieron todo el edificio, hallaron una trampilla bajo el lecho que servía a los viajeros ricos, sacaron a la joven que se abrazó a los pies del rey pidiéndole venganza, desenterraron infinidad de cadáveres y encontraron cuantiosas alhajas y ropas robadas a los desgraciados que sufrieron la muerte cuando tranquilos y confiados se entregaban al sueño.

De uno de ellos era hija la encantadora y desgraciada joven que tanto interesó al Capitán.

Una fiera, en sus momentos más rabiosos, no era comparable al rey don Pedro que, agarrando al mesonero del cuello, le hizo salir de un empujón a la mitad de la plaza.
-¡¡Pronto, mis verdugos, agarrad a esa alimaña, atarle las manos a la reja de su mesón, amarrarles los pies a un potro y azotarle para que al irse lo despedace.

Un grito de horror sonó en todos los presentes y que don Pedro apagó exclamando de nuevo:
-"Silencio, el que no quiera sufrir la misma suerte".
Momentos después los brazos del mesonero pendían de la reja; el cuerpo había sido arrastrado hacia la calle de Lineros.
Don Pedro entregó al Capitán como esposa a la bella joven, y como dote le entregó todas las riquezas que allí se encontraron.


Fuentes consultadas:
Historia de D. Tedomiro Ramirez de Arellano en "Paseos por Córdoba" - Fotos recogidas de Internet


2 comentarios:

Wigmore-Conesa dijo...

Esta historia la leo de cerca, contigo contándomela in situ, aquel dia lluvioso... Muchísimas gracias, una vez más, por enviarme al mundo de la Córdoba aquella que se lleva en los genes, a la historia de tu ciudad.

MariÁngeles Ortiz dijo...

Gracias a ti, y ya sabes cuando quieras volver aquí estaré esperándote.
Un abrazo amiga